Thomas Hobbes: el estado natural como tendencia a la guerra
Selección del libro “El Leviatán” 1651
Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido. Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la guerra no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz.
Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención pueden proporcionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y -breve.
A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga a los hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente; y puede ocurrir que no confiando en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a sí mismo; cuando emprende una jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras? Ahora bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la naturaleza humana. Los deseos y otras pasiones del hombre no son pecados, en sí mismos; tampoco lo son los actos que de las pasiones proceden hasta que consta que una ley las prohíbe: que los hombres no pueden conocer las leyes antes de que sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres se pongan de acuerdo con respecto a la persona que debe promulgarla. Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero (...)
En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia, no son facultades ni del cuerpo ni del espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son, aquéllas, cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado solitario. Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que puede tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo. Todo elb puede afirmarse de esa miserable condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si bien tiene una cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razón.
Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que, por otra parte, se llaman leyes de la naturaleza (...)
Locke: del estado de naturaleza al surgimiento de la sociedad civil
Fragmento de “Segundo ensayo sobre el gobierno civil” 1689
El hombre, según hemos demostrado ya, nace con un título a la perfecta libertad y al disfrute ilimitado de todos los derechos y privilegios de la ley natural. Tiene, pues, por naturaleza, al igual que cualquier otro hombre o de cualquier número de hombres que haya en el mundo, no solo el poder de defender su propiedad, es decir, su vida, su libertad y sus bienes, contra los atropellos y acometidas de los demás; tiene también el poder de juzgar y de castigar los quebrantamientos de esa ley cometidos por otros, en el grado que en su convencimiento merece la culpa cometida, pudiendo, incluso, castigarla con la muerte cuando lo odioso de los crímenes cometidos lo exija, en opinión suya. Ahora bien: no pudiendo existir ni subsistir una sociedad política sin poseer en sí misma el poder necesario para la defensa de la propiedad, y para castigar los atropellos cometidos contra la misma por cualquiera de los miembros de dicha sociedad, resulta que solo existe sociedad política allí, y allí exclusivamente, donde cada uno de los miembros ha hecho renuncia de ese poder natural, entregándolo en manos de la comunidad para todos aquellos casos que no le impiden acudir a esa sociedad en demanda de protección para la defensa de la ley que ella estableció. Vemos, pues, que al quedar excluido el juicio particular de cada uno de los miembros, la comunidad viene a convertirse en árbitro y que, interpretando las reglas generales y por intermedio de ciertos hombres autorizados por esa comunidad para ejecutarlas, resuelve todas las diferencias que puedan surgir entre los miembros de dicha sociedad en cualquier asunto de Derecho, y castiga las culpas que cualquier miembro haya cometido contra la sociedad, aplicándole los castigos que la ley tiene establecidos. Así resulta fácil discernir quiénes viven juntos dentro de una sociedad política y quiénes no. Las personas que viven unidas formando un mismo cuerpo y que disponen de una ley común sancionada y de un organismo judicial al que recurrir, con autoridad para decidir las disputas entre ellos y castigar a los culpables, viven en sociedad civil los unos con los otros. Aquellos que no cuentan con nadie a quien apelar, quiero decir, a quien apelar en este mundo, siguen viviendo en el estado de Naturaleza, y, a falta de otro juez, son cada uno de ellos jueces y ejecutores por sí mismos, ya que, según lo he demostrado anteriormente, es ese el estado perfecto de Naturaleza.
Jean Jacob Rousseau, sociedad civil y la desigualdad entre los hombres
Fragmento de “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres” 1755
El primero que, habiendo cercado un terreno, descubrió la manera de decir: Esto me pertenece, y halló gentes bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Qué de crímenes, de guerras, de asesinatos, de miserias y de horrores no hubiese ahorrado al género humano el que, arrancando las estacas o llenando la zanja, hubiese gritado a sus semejantes: "Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos pertenecen a todos y que la tierra no es de nadie! "Pero hay grandes motivos para suponer que las cosas habían ya llegado al punto de no poder continuar existiendo como hasta entonces, pues dependiendo la idea de propiedad de muchas otras ideas anteriores que únicamente han podido nacer sucesivamente, no ha podido engendrarse repentinamente en el espíritu humano. Han sido precisos largos progresos, conocer la industria, adquirir conocimientos, transmitirlos y aumentarlos de generación en generación, antes de llegar a este último término del estado natural. Tomemos, pues, de nuevo las cosas desde su más remoto origen y tratemos de reunir, para abarcarlos desde un solo punto de vista, la lenta sucesión de hechos y conocimientos en su orden más natural. El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado el de su conservación. Los productos de la tierra le proveían de todos los recursos necesarios, y su instinto lo llevó a servirse de ellos. El hambre, y otros apetitos, le hicieron experimentar alternativamente diversas maneras de vivir, entre las cuales hubo una que lo condujo a perpetuar su especie; más esta ciega inclinación, desprovista de todo sentimiento digno, no constituía en él más que un acto puramente animal, pues satisfecha la necesidad, los dos sexos no se reconocían y el hijo mismo no era nada a la madre tan pronto como podía pasarse sin ella. Tal fue la condición del hombre primitivo; la vida de un animal, limitada en un principio a las puras sensaciones y, aprovechándose apenas de los dones que le ofrecía la naturaleza sin pensar siquiera en arrancarle otros. Pero pronto se presentaron dificultades que fue preciso aprender a vencer: la altura de los árboles que le impedía alcanzar sus frutos, la concurrencia de los animales que buscaba para alimentarse, la ferocidad de los que atentaban contra su propia vida, todo le obligó a dedicarse a los ejercicios del cuerpo, siéndole preciso hacerse ágil, ligero en la carrera y vigoroso en el combate. Las armas naturales, que son las ramas de los árboles y las piedras, pronto se encontraron al alcance de su mano y en breve aprendió a vencer los obstáculos de la naturaleza, a combatir en caso de necesidad con los demás animales, a disputar su subsistencia a sus mismos semejantes o a resarcirse de lo que le era preciso ceder al más fuerte. A medida que el género humano se extendió, los trabajos y dificultades se multiplicaron con los hombres. La variedad de terrenos, de climas, de estaciones, les obligó a establecer diferencias en su manera de vivir. Los años estériles, los inviernos largos y rudos, los veranos ardientes que todo lo consumen, exigieron de ellos una nueva industria. En las orillas del mar y de los ríos inventaron el sedal y el anzuelo y se hicieron pescadores e ictiófagos. En las selvas se construyeron arcos y flechas y se convirtieron en cazadores y guerreros. En los países fríos, se cubrieron con las pieles de los animales que habían matado. El trueno, un volcán o cualquiera otra feliz casualidad les hizo conocer el fuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno; aprendieron a conservar este elemento, después a reproducirlo y por último, a preparar con él las carnes que antes devoraban crudas. Esta reiterada multiplicación de elementos extraños y distintos los unos a los otros, debió engendrar naturalmente en el espíritu del hombre la percepción de ciertas relaciones. Las que expresamos hoy por medio de las palabras grande, pequeño, fuerte, débil, veloz, lento, miedoso, atrevido y otras semejantes, comparadas en caso de necesidad y casi sin darnos cuenta de ello, produjeron al fin en él cierta especie de reflexión o más bien una prudencia maquinal que le indicaba las precauciones más necesarias que debía tomar para su seguridad. Los nuevos conocimientos que adquirió en este desenvolvimiento aumentaron, haciéndole conocer su superioridad sobre los otros animales. Se adiestró en armarles trampas o lazos y a burlarse de ellos de mil maneras, aunque muchos le superasen en fuerza o en agilidad se convirtió con el tiempo en dueño de los que podían servirle y en azote de los que podían hacerle daño. Fue así como, al contemplarse superior a los demás seres, tuvo el primer movimiento de orgullo, y considerándose el primero por su especie, se preparó con anticipación a adquirir el mismo rango individualmente.
Actividad:
¿Cuáles eran las características del estado natural o de naturaleza para Hobbes, Locke y Rousseau?
Establece semejanzas y diferencias entre cada autor respecto a las características del ser humano en estado natural o de naturaleza.
¿Quiénes viven en una sociedad civil para Locke?
Para Hobbes ¿qué inspira a las personas a buscar la paz?
¿Qué plantea Roussea sobre la “sociedad civil”?¿En qué es diferente al “estado natural”?
Elabora un texto en el que tomes posición por alguno de los autores y justifiques tu elección.
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